[Opinión]
Los filósofos y teólogos en la tradición cristiana han considerado que los seres humanos se distinguen de los demás animales por la presencia en su interior de una chispa divina. Esta fuente interna de iluminación, el alma, no puede nunca captarse desde el exterior y de alguna manera está alejada del orden natural, quizá en vuelo hacia un lugar sobrenatural cuando el cuerpo ya no funciona y muere.Los avances recientes en la genética, la neurociencia y la psicología evolucionista han destruido por completo esa idea. Así, han hecho surgir la pregunta de cómo llenar ese espacio.
Claramente, aunque somos animales y por lo tanto estamos limitados a la red de la causalidad que nos hace parte del reino animal, no somos solo animales.
Hay algo en la condición humana que sugiere que requerimos un trato especial. Casi todo el mundo cree que matar a un ser humano inocente es un crimen, pero no lo es el matar a una inocente lombriz solitaria. Además, la mayoría de las personas creen que las solitarias no pueden ser inocentes: no porque siempre sean culpables, sino porque la distinción entre inocente y culpable no es aplicable a ellas. No son el tipo de cosa adecuado para ello.
Nosotros, en cambio, somos el tipo correcto. ¿Y qué tipo es ese? ¿Hay otros seres, animales o de otra clase que también pertenezcan a él? ¿Y qué sigue? Estas preguntas están en el centro de los cuestionamientos filosóficos actuales, como sucedía con los antiguos griegos. Distinguimos a las personas del resto de la naturaleza de mil maneras y construimos nuestra vida en consecuencia. Creemos que la gente tiene derechos, que tiene soberanía sobre su vida y que quienes viven esclavizando o maltratando a otros niegan su propia humanidad. Ciertamente, hay un fundamento para esas creencias, como lo hay para todas las tradiciones morales, legales, artísticas y espirituales que toman lo distintivo de la vida humana como su punto de partida.
Si, como mucha gente cree, hay un Dios, y ese Dios nos hizo a su imagen y semejanza, por supuesto nos distinguimos de lo natural, al igual que él. No obstante, hablar de la imagen de Dios es una metáfora del hecho que debemos explicar, y que es que damos al ser humano un trato de cosa aparte, algo protegido por un aura sagrada: en pocas palabras, no una cosa, sino una persona.
Al final en lo que consiste nuestra libertad es en la responsabilidad de responder por lo que hacemos.
Gran parte de la filosofía del siglo XX trata la cuestión de cómo definir este hecho en términos laicos, sin basarse en ideas religiosas.
Cuando Sartre y Merleau-Ponty escriben sobre le regard (la apariencia) y Emmanuel Levinas lo hace sobre el rostro, están describiendo la manera en que los seres humanos se distinguen de aquello que los rodea y se dirigen uno al otro con exigencias absolutas, que no podrían ser objeto de ninguna “cosa”. Wittgenstein argumenta algo similar cuando describe el rostro como el alma del cuerpo, al igual que lo hace Elizabeth Anscombe cuando describe a la acción intencional como la aplicabilidad en cierto sentido de la pregunta: “¿por qué?”.
Los seres humanos viven en una rendición de cuentas mutua, cada uno responsable ante el otro y cada uno objeto de juicios. Los ojos de los otros se dirigen a nosotros con una pregunta ineludible: “¿por qué?”. Sobre este hecho se construye la base de los derechos y deberes. Y esto, al final, es en lo que consiste nuestra libertad: en la responsabilidad de responder por lo que hacemos.
Los psicólogos evolucionistas cuentan otra historia. La moralidad, sostienen, es una adaptación. Si los organismos compiten por recursos, una estrategia de cooperación tendrá más éxito a largo plazo que una estrategia de egoísmo puro. Así, las características colaborativas de un organismo se seleccionarán con el paso del tiempo. Todo lo que es especial de la condición humana puede entenderse de esta manera: como el resultado de un largo proceso de adaptación que nos ha dado la ventaja insuperable de la moralidad, que nos permite resolver nuestros conflictos sin pelear y ajustarnos a las demandas que nos asedian por todos lados.
El sorprendente equipamiento moral del ser humano —incluyendo los derechos y deberes, las obligaciones personales, la justicia, el resentimiento, el juicio, el perdón— es un depósito formado tras milenios de conflictos. La moralidad es como un campo de flores debajo del cual hay miles de capas de cadáveres apilados. Es un mecanismo evolucionado mediante el cual el organismo humano procede a lo largo de la vida, sostenido en todos los flancos por vínculos de interés mutuo.
Estoy bastante seguro de que el panorama pintado por los psicólogos evolucionistas es cierto. Por otro lado, también estoy seguro de que esa no es toda la verdad, y que deja de tomar en cuenta justo lo más importante, que es el sujeto humano. Los seres humanos no nos vemos unos a otros como los animales se ven entre sí, como compañeros de especie. Nos relacionamos unos con otros no como objetos sino como sujetos, como criaturas que se dirigen unas a otras desde el “yo” hacia el “tú”, un punto que Martin Buber hizo central a la condición humana en su celebrada meditación mística Yo y tú.
Nos entendemos a nosotros mismos en primera persona, y debido a esto dirigimos nuestros comentarios, acciones y emociones, no a los cuerpos de otras personas sino a las palabras y las apariencias que se originan en el horizonte subjetivo, el único lugar donde pueden estar.
Este misterioso hecho se refleja en todos los niveles de nuestro lenguaje y está en la raíz de muchas paradojas. Cuando hablo sobre mí mismo en primera persona, enuncio proposiciones y aseveraciones sin fundamentos y sobre las cuales, en muchísimas ocasiones, no puedo equivocarme. Sin embargo, puedo estar completamente equivocado sobre este ser humano que está hablando. ¿Cómo puedo estar seguro de que estoy hablando justo sobre ese ser humano? ¿Cómo sé, por ejemplo, que soy Roger Scruton y no David Cameron con delirios de grandeza?
Para no hacer el cuento largo: hablando en primera persona podemos hacer declaraciones sobre nosotros mismos, responder preguntas y participar en razonamientos y consejos de maneras que sobrepasan los métodos normales de descubrimiento. Como resultado, podemos formar parte de diálogos fundados en la seguridad de que, cuando tú y yo hablamos sinceramente, lo que decimos es digno de confianza: “decimos lo que pensamos”. Esto está en el corazón del encuentro Yo-Tú.
Por lo tanto, como personas habitamos un mundo de la vida que no es reducible al de la naturaleza, como tampoco la vida en una pintura es reducible a las líneas y los pigmentos que la componen. Si eso es cierto, entonces le queda algo por hacer a la filosofía, dándole sentido a la condición humana. La filosofía tiene la tarea de describir el mundo en el que vivimos: no el mundo como lo describe la ciencia, sino el mundo como se representa en nuestros tratos mutuos, un mundo organizado por el lenguaje, donde nos encontramos de yo a yo.
Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/03/10/si-no-somos-solo-animales-entonces-que-somos/?mcubz=3
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