miércoles, 14 de marzo de 2018

La muerte y la inmortalidad (de Paul O'Callaghan)

[Ensayo - Fragmento]
La impropiedad de muerte

La muerte se presenta al hombre no como un proceso de decaimiento por así decirlo “neutro”, suave o natural, sino como algo que no debería ocurrir, algo sencillamente intolerable y repugnante, algo metafísicamente deficiente. El hombre rechaza instintivamente la gradual disgregación de su vida que culmina con la muerte; rechaza la muerte misma, también cuando es repentina. El hombre quiere vivir; todo hombre quiere seguir viviendo. Por esta razón, espontáneamente considera la muerte como el mal mayor de su existencia, el mal que de algún modo encierra, expresa y hace culminar todos los demás males.

La tendencia exacerbada, común en nuestro tiempo, a querer desembarazarse de la conciencia de la muerte es indicio de lo mismo. Son muchos los autores (entre ellos, Max Scheler, Theodor Adorno y Karl Jaspers) que han reflexionado sobre la tendencia humana de no querer mirarla a la cara, sobre el esfuerzo actual de quitar la noción de la muerte de la conciencia humana, evitando pensar en la propia muerte. Entre ellos el antropólogo Louis-Vicent Thomas, en sus estudios sobre las implicaciones antropológicas de la muerte, describe una especie de acuerdo tácito entre muchos hombres de nuestra época de no hablar de la muerte, ni escribir sobre ella, ni pensar en ella. El hecho es que, como hace varios siglos decía el inglés E. Young, "todos piensan que son mortales los demás, pero no ellos mismos". En efecto, el hombre prefiere considerar la muerte como un fenómeno que afecta a la naturaleza humana en general, a los demás, y no al individuo, a nosotros mismos. "Al decir 'se muere'", observó con acierto Heidegger, "va implícita la creencia de que la muerte se refiere al se, a lo que es impersonal" y no al individuo humano.

Se podría objetar, de todas formas, que la visión cristiana de la muerte no se mueve en esa dirección, pues la muerte parece un bien deseable. "Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia", decía abiertamente san Pablo a los Filipenses [1,21]. Y en el libro del Apocalípsis se lee: "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor" [14,13]. También entre algunos autores estoicos se habla de la muerte de modo positivo. "Bona mors est homini, vitae quae extinguit mala", escribió Publio Siro: "buena es la muerte para el hombre, pues extingue los males de la vida". También varios autores importantes de la época del idealismo romántico —por ejemplo Moses Mendelssohn, Goethe, Hölderlin, Rilke, y en un cierto sentido Schopenhauer— consideraron la muerte como algo sumamente deseable, como algo realizador del hombre. F. Schiller sugiere que "la muerte no puede ser un mal desde el momento que es algo general, para todos". A. Schopenhauer dice lo mismo que Schiller en un modo pesimista: "¡No temas! Con la muerte dejas de ser algo, que mejor hubiera sido no haber empezado a serlo" . "En el fondo somos algo que no debería ser; por eso cesamos de serlo un día". Y añade: "quizás la propia muerte será para nosotros la cosa más fabulosa del mundo". Para R. M. Rilke, la muerte es la "familiar y cordial invasión de la tierra". Para Hölderlin, la muerte es la consumación de la vida.

Quizás este espíritu ha llevado el biblista protestante Oscar Cullmann a observar que "tras la concepción pesimista de la muerte se oculta una concepción optimista de la creación. En cambio, cuando se considera a la muerte como libertadora, como sucede en el platonismo, el mundo visible no es reconocido como creación divina".

Se trata de una posición que ha influido no poco en algunas filosofías modernas, particularmente en la de Heidegger, apenas considerada, y en algunos planteamientos filosóficos y teológicos recientes inspirados en él. Entre los teólogos que durante el siglo xx se han planteado la muerte como algo positivo y realizador del hombre, se cuentan por ejemplo Karl Rahner y Ladislao Boros.

Pero desde el punto de vista fenomenológico es justo decir que el enigma de la muerte no lo resuelven las explicaciones abstractas que buscan refugio en una 'naturaleza' humana mortal o en las explicaciones espiritualistas varias. Por eso decía Simone de Beauvoir: "No existe la muerte natural. Todos los hombres son mortales: pero para cada hombre la muerte es como un accidente que, aunque lo reconozca y lo consienta, es en realidad una violencia indebida".

Esta conciencia espontánea de la impropiedad de la muerte llevaba a Jean-Paul Sartre a reflexionar coherentemente sobre lo absurdo que es una vida que se apaga con la muerte, y concluye: "todo lo que existe nace sin razón, se prolonga en la debilidad, y muere por casualidad". No se puede decir, sin embargo, que la muerte sea antinatural, añade Sartre, por la sencilla razón que no existe una naturaleza humana definible con respecto a la cual "pudiera comprobarse el carácter absurdo de la muerte". Sartre ha criticado como absurda la visión superficialmente optimista del hombre que vive lúcidamente como un ser-para-la-muerte. En efecto, Heidegger afirmaba que la autenticidad se alcanza sólo cuando el hombre se adelanta hacia su propia muerte. Y Sartre respondía a esta posición: "Lo más probable es que nos muramos antes de cumplir nuestra tarea… Esta perpetua aparición de la contingencia en mi existencia no puede ser considerada como mi posibilidad, sino, al contrario, como la aniquilación de todas mis posibilidades, una aniquilación que en sí no es más que una de mis posibilidades".

En un modo semejante, hacia el final de la época del idealismo romántico, Søren Kierkegaard expresaba un acentuado desdén hacia las imágenes que presentan la muerte bajo una luz positiva, como si fuese algo capaz de realizar al hombre, como si fuese, por ejemplo, 'una noche de reposo', o 'un dulce sueño'. Asimismo Sciacca describe gráficamente los infinitos "disfraces de la muerte" que el hombre inventa. En un modo excepcionalmente lúcido y realista, santo Tomás de Aquino ya había insistido que la muerte es un mal, el mal más espantoso que existe en el orden creado, por la sencilla razón de que en ella se acaba la vida, y la vida es el bien más grande que Dios ha creado. La muerte es "la más grande de las desgracias humanas", es la passio maxime involuntaria, una pasión contraria a las sanas y espontáneas inclinaciones humanas, pues en ella se quita la vida. Todos los males convergen hacia la muerte. Por esta razón, la supervivencia extra-corpórea del alma humana, cuya función según Santo Tomás es precisamente la de ser 'forma' del cuerpo, tiene no es fácilmente comprensible.

Frecuentemente en la tragedia griega la muerte se presenta en un modo semejante. El poeta Eurípides habla de la muerte como una de las dramatis personae, siendo la "enemiga de los hombres y odiada de los dioses". Lo mismo Homero y Hesíodo.

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