La lluvia fresca de la tarde
había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las
laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba
de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de
lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.
Hernando esperaba que cesara la
lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del
valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón -otro río- yacía
inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en
verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un
coche se detuviese y alguien le gritara: “¡Eh,
usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una
moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin
su sombrero, a veces le decían:
- Oh, será mejor con el
sombrero puesto -Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían
la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la
luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a
recoger el sombrero.
- ¿Pasa algo, Hernando? -le dijo su mujer.
- Sí. El camino. Ha ocurrido
algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.
Hernando se alejó de la cabaña,
con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja
trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que
consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza,
haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente.
El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo
un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El
automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando
el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía
en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero
luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver.
Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de
suelas de goma.
Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve
crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.
Y entonces, de pronto, como si
alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles
de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se
dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas
a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las
caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que
hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran
los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero
pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.
Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los
coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el
sonido de la última bocina.
La carretera estaba otra vez desierta.
Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado,
enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una
ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y
se frotó suavemente las manos contra los costados del cuerpo.
Y ahora, completamente solo,
apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña,
camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de vapor, venía un
viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche
iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se
detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente.
- ¿Nos da un poco de agua?
¡Por favor, señor!
El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad.
Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones
grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y
a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El
joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la
lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al
muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie
parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban
quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia.
Hernando asintió con un movimiento de cabeza.
- Les
traeré agua.
- Oh, rápido, por favor -gritó
una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no
parecía impaciente, sino asustada.
Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que
de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr.
Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza
era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda
que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se
alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado
en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.
Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la
vista y miró los rostros atormentados.
- Oh, gracias, gracias -dijo una de las jóvenes-. No sabe cómo lo necesitamos.
Hernando sonrió.
- Mucho tránsito a esta
hora. Todos en la misma dirección. El norte.
No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a
mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban
con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y
sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos
sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros
sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.
Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.
- No quise decir nada malo,
señor -se disculpó.
- Está bien -dijo el
joven.
- ¿Qué pasa, señor?
- ¿No ha oído? -replicó
el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano,
se inclinó hacia él-: Ha empezado.
No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte
que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se
mezclara con las lágrimas.
Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró
el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el
asfalto bajo los pies.
Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un
peso.
- No -Hernando se lo
devolvió-. Es un placer.
- Gracias, es usted tan
bueno -dijo una muchacha sin dejar de sollozar-. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en
casa. Oh, mamá, papá.
Y las otras muchachas se unieron a ella.
- No he oído nada, señor -dijo Hernando tranquilamente.
- ¡La guerra! -gritó el
hombre como si todos fuesen sordos-. ¡Ha
empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!
- Señor, señor -dijo
Hernando.
- Gracias, muchas gracias
por su ayuda. Adiós -dijo el joven.
- Adiós -dijeron las
muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.
Hernando se quedó allí,
inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un
ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los
periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.
Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le
resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los
pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y
tenso.
Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así
durante mucho, mucho tiempo.
La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En
sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un
aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.
Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y
fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo
hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los
ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.
- ¿Qué ha pasado, Hernando?
-le preguntó su mujer, atareada.
- No es nada -replicó
Hernando.
Hundió el arado en el surco.
- ¡Burrrrrrrro! -le
gritó al burro, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de
labranza que bañaba el río de aguas profundas.
- ¿A qué llamarán “el mundo”? -se preguntó Hernando.
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